PARA ACERCARNOS A LA MÚSICA CLÁSICA

Recuerdo el sonido, recuerdo la ceremonia.

15 Diciembre, 2016

Recuerdo el sonido, recuerdo la ceremonia. Mi padre saca de su funda un long-play. Percibo la fragancia tan particular del vinilo. Examino la cubierta, cuya ilustración casi abstracta consiste en espirales amarillas sobre fondo naranja: un tal Klimt. Mi padre coloca el gran disco negro sobre la plataforma giratoria y aproxima con precisión quirúrgica la aguja al borde. Entonces, tras unos leves crujidos preliminares, desde el fondo del silencio nos acaricia un hilo de sonido. Una nota delgadísima, extática, que fluye imposible como la abolición del tiempo. Pronto se van sumando otros sonidos a este murmullo genésico: primero, una especie de canto iniciático, después, llamadas heroicas, anuncios nobilísimos que descienden desde las montañas nevadas. En los graves, pasos misteriosos. Se adivina, además, una presencia, una fuerza dormida, un coloso doblado sobre sí mismo. Y el coloso espera. Un pájaro canta en la entrada del bosque, se inaugura una tonada del color del sol. Esta es la infancia de Perseo, el retozo de Sigfrido. El titán ha despertado por fin, semejante al verano, y tiene el vozarrón de una gran orquesta sinfónica. Sentado junto a mi padre, escucho cada nota, cada acorde con el alma en la garganta… Cincuenta minutos y cientos de compases después, el viaje concluye. Durante aquellos cincuenta minutos mi padre y yo nos hemos extraviado en el bosque; hemos hollado las inmediaciones del oráculo de Dodona, donde susurran los dioses; el sorpresivo rugido de la tormenta ha estado a punto de quebrarnos, mas entonces las artúricas fanfarrias han despejado el cielo. La aguja del tocadiscos se retrae por sí sola. No hay, en verdad, nada que decir. Mi padre sonríe en silencio. La felicidad me quita las palabras, las transforma en piel erizada y ojos húmedos.

Esto sucedió un día ya lejano, allá en mi adolescencia, pero ese día nunca pasa. Vuelven aquellos momentos, vuelve aquella tarde cada vez que regreso a la Primera Sinfonía de Gustav Mahler, aunque el vozarrón del gigante me ofrezca siempre nuevos matices y vislumbres[1].

Decía el compositor Sergei Rachmaninov que la música basta para toda la vida, pero toda la vida no basta para la música. Jorge Luis Borges no concebía el universo sin el Quijote, sin las sagas escandinavas y la lengua anglosajona. Yo no lo concibo sin la música, sin el vertiginoso, dulce, tempestuoso, amoroso, trágico, ingrávido, majestuoso, risueño, místico, violento, chispeante, sensual, ascético chorro de sonidos que los grandes y minuciosos maestros nos han regalado. Resulta muy difícil hablar de la música, pues esta se expresa a sí misma con las notas y los silencios que la conforman. Como la poesía, también la música se está callada, escuchando su propia voz. Solo puedo referir (adjetivar, metaforizar) mi experiencia de la música, mis reacciones y querencias. Mas eso es justo lo que importa: de qué manera la música nos revela otras regiones del ser y del entendimiento.

La etiqueta “música clásica” es inexacta como todas, pero perdamos cuidado. Esta música, nacida del proceso cultural europeo y con el tiempo extendida a todo el ámbito occidental e incluso mundial, abarca más de mil años de evolución continua. Cuarenta generaciones y cientos de compositores, cada uno con decenas, centenas y hasta millares de obras, que van desde los dos o tres minutos de duración hasta las cuatro o cinco horas (eso sí, el repertorio habitual se enfoca en los últimos 400 años). Siempre habrá algo para cada uno de nosotros. Incluso si no frecuentamos esta música, nos serán familiares los nombres de Bach, Mozart y Beethoven, pero estos inmensos maestros no son todo el panorama. Por fortuna, la tecnología de nuestra época nos permite como nunca antes echar un vistazo…

La niebla que cubre la calzada de piedra empieza a ruborizarse con las primeras luces del alba y entonces escuchamos los pasos de marcha, todavía lejanos, ominosos. Advertimos los quejidos y llantos de los prisioneros, entre los que hay niños y mujeres. Por sus atuendos y por la lengua bárbara que emplean, quizá provengan de alguna provincia oriental. Ya no son personas sino objetos; pronto servirán en las casas de los patricios o dejarán de funcionar tras unos miserables años en las minas. Los pasos resuenan más y más próximos, cambia la atmósfera, la marcha se infla como un atractivo monstruo metálico. ¡Otra legión se une a la primera! El aire se repleta de estridencias triunfales y el sol asoma tras las colinas de Roma, señora del mundo[2].

La marcha se titula Los pinos de la Vía Appia y es la última parte o “movimiento” del poema sinfónico Pinos de Roma, de Ottorino Respighi (1879-1936). De seguro no dejará indiferente a nadie: por un lado, ese prólogo que parece reflexionar acerca de los horrores sobre los que se asienta la gloria del conquistador; por el otro, la escalada hasta la adrenalínica apoteosis.

Maurizio Cazzati fue otro compositor italiano, pero de hace unos 350 años. En el vídeo, la ejecución corre a cargo del grupo L’Arpeggiata[3]. Gente hermosa tocando música hermosa con mágicos instrumentos de otro tiempo. Cantan y juguetean la tiorba, el violín, la viola da gamba, el salterio; casi vemos la luz de una mañana limpia, casi se aspira el aroma de los prados de la Lombardía y el buqué del vino de un feliz amante de las alegrías simples de la vida. Y si nuestro corazón goza y marcamos el compás y sonreímos –¡prueben a escuchar esto en compañía de un ser querido!–, entonces Cazzati cumple el destino de un alma bella que, siglos después de la desaparición del cuerpo, se sigue vertiendo plena en otras almas para mostrarles las cosas buenas de este mundo, signo y sombra de un Bien mayor.

A mis veintipocos años, cuando el desborde pasional y los enamoramientos estaban a la orden del día, la música del siglo XIX fue mi favorita. (Los años nos enseñan lo mismo bajo otra luz, o también puede que migremos al Clasicismo o al Barroco. Repasamos los siglos en busca del sonido que nos interpele con más claridad.) El XIX fue sin duda la centuria de los excesos sentimentales, el tiempo en que los artistas y los filósofos descubrían el infinito anhelante que anida en cada pecho humano. La música no se quedó atrás. Los germanos fueron los abanderados del Romanticismo, desde Beethoven hasta Wagner y Brahms. Por medio del ejercicio de la voluntad y del “idealismo mágico” –esas potestades aún innominadas del ser humano– quiso el poeta alemán Novalis restaurar “el cuerpo, el alma, el mundo, la vida, la muerte, el reino de los espíritus”. Unas décadas más tarde el bifronte Robert Schumann (1810-1856) –el “desdichadísimo Schumann”, como lo llamara Ernesto Sabato– supo de esas mismas fuerzas disruptoras cuyas luces difusas son la furia, el arrepentimiento, la melancolía, el bienestar, el recogimiento de la soledad. Dos temas chocan como mareas encontradas en la Introducción y Allegro appassionato en sol mayor para piano y orquesta: uno lírico y soñador, el otro turbulento y pasional, atravesados ambos por el son de las trompas, tan próximas al corazón[4].

Henos ahora en un mundo inquietante, distinto. Tuonela es la isla infernal de los mitos de Finlandia, un Hades nórdico, tierra rodeada de un río de aguas negras en las que se ahogó el héroe Lemminkäinen. Aguas negras en las que nada un cisne también negro. Y el cisne canta. Sin pausa ni propósito, angustiosamente, porque estos son los predios de la Muerte. Esto es El cisne de Tuonela (1895) del finlandés Jan Sibelius. Una orquesta oscura, sin flautas, trompetas ni tuba, que flota en sus armonías indefinidas, nada ortodoxas pero tampoco vanguardistas. Y el corno inglés, el cisne… Por ahí se abre paso una fanfarria de trompas acompañadas por el arpa y los timbales (minuto 6:00). Es la primera y última luz, pues la Fatalidad ha vencido. La música, densa y elegiaca, se disuelve en las tinieblas[5].

En el siglo XX el lenguaje musical cambió radicalmente, como acicateado por los cambios sociales y las inenarrables catástrofes bélicas y humanitarias. El soviético Dmitri Shostakovich (1906-1975) vivió desgarrado entre su desbordante potencia creadora y las imposiciones del régimen. Aquí, el segundo movimiento de su Décima Sinfonía, quizá una caricatura del genocida Stalin pero sobre todo música implacable, una vorágine de ritmos y acentos feroces[6]. Witold Lutoslawski (1913-1994) creó, a partir de un tema del legendario violinista Niccolò Paganini, un monumento a la síncopa y a la tonalidad ambigua. Música juguetona y gélida, erótica y atlética. Una balacera para –entre– dos pianos[7].

Me gustan muchas manifestaciones del rock, del pop y del jazz, pero la música clásica es la banda sonora de mi vida. En ella encuentro juegos frívolos y brillantes lo mismo que honda introspección; la “delicada bruma” del piano de Debussy y la orquesta hipertrofiada de Richard Strauss; la ensoñación de Schumann y los bramidos de Berlioz; las abstractas delicias de El arte de la fuga de J. S. Bach y la luminosidad meditabunda o regocijada de las cantatas del mismo Bach; el onirismo de Holst y la histeria cubista de Shostakovich; la filosofía íntima de M. de Sainte-Colombe y los círculos angélicos de Palestrina; la batalla en la Sonata Hammerklavier de Beethoven y el mármol irónico de una sinfonía de Haydn; la plenitud de un cuarteto de Mozart y el pavor teológico del Réquiem de Verdi…

Esta música está al alcance de cualquiera de nosotros. Solo se necesita determinación. Podemos disfrutarla sin necesidad de conocimientos técnicos, pero tengamos presente que en la obra de los grandes maestros razón y emoción configuran una unidad superior e indisoluble. Una sinfonía de Beethoven o de Brahms equivale en tal sentido a una novela magistral. El secreto está en seguir el cambio constante –que los músicos llaman desarrollo–, en percibir lo que le ocurre al material sonoro: qué nuevas formas le imprime el compositor, como el alfarero a la arcilla. Debemos ir aprendiendo a distinguir las sensaciones que nos provoca la música de la música misma. Por lo tanto, este Arte nos exige concentración total, oídos devotos. Nada de “música de fondo” ni “para estudiar” ni “para relajarse”. Nada de “volverse más inteligente” ni de pasar por “culto”. Es una cuestión de florecimiento interior, no de utilidad. Y no siempre hay sonidos “agradables». Una “marcha fúnebre” (Beethoven, Chopin) o una “danza sacrificial” (Stravinsky) nos pueden conmover y deleitar intensamente. ¿Macabro, contradictorio? En absoluto. Los poemas más tristes nos colman el espíritu, lo mismo que los cuadros que representan escenas terribles. Se ha dicho, y con verdad, que la música nunca ríe o llora, sino que ríe y llora al mismo tiempo.

Dos últimas ilustraciones. La obra de Johann Sebastian Bach (1685-1750) es una de las cumbres del esfuerzo estético de la humanidad. Bach compuso muchas fugas, composiciones rigurosas en las que un “sujeto” (digamos, melodía) se persigue a sí mismo mientras “huye” de un instrumento a otro, o de “voz” en “voz”. Hermann Hesse describe así el impacto de una fuga en quien la toca y/o escucha: “…y mientras la fuga llegaba a sus oídos, le pareció que escuchaba música por primera vez; tras de la armonía que brotaba ante él intuyó el espíritu, el feliz acorde de libertad y ley, del servir y del dominar…”. La Pequeña Fuga en sol menor de Bach es un ejemplo cristalino de la conversación entre las “voces” de un teclado. Cada voz está representada por una línea de color distinto en el vídeo[8].

Ahora escuchemos la sección “Cum Sancto Spiritu” de la Misa en si menor de Bach[9]. Es más compleja que la Pequeña Fuga pero el efecto es mucho más inmediato, pues esta pieza celebra la gloria del Creador, del que Bach es un siervo y también, con toda su genialidad, un limitadísimo émulo. El texto cantado dice: “…con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre. Amén”. Nótese que estos magníficos intérpretes son coreanos. Y es que la música clásica trasciende fronteras, lenguajes y razas. Nos pertenece a todos nosotros, es nuestra herencia espiritual. Mi padre me puso en contacto con estos tesoros; por mi parte, espero haber picado la curiosidad de algunos lectores con estas desordenadas líneas escritas al calor del entusiasmo. La música clásica nos embarca en una montaña rusa de emociones variadas pero también, y sobre todo, puede elevarnos por encima de las disonancias de lo cotidiano, no para escapar –en el mal sentido– sino para nutrirnos y fortalecernos por el ágape, el amor a la humanidad, que se manifiesta mediante las benditas lágrimas de alegría.

PEDRO DIEZ CANSECO

 

[1] https://www.youtube.com/watch?v=_ksxWkogTro

[2] https://www.youtube.com/watch?v=TQwGTe_MueM

[3] https://www.youtube.com/watch?v=L_vrBLedI9E

[4] https://www.youtube.com/watch?v=viX6CvwxXp8

[5] https://www.youtube.com/watch?v=E1jUrKGGnDY

[6] https://www.youtube.com/watch?v=u8pDi5lV2Bo

[7] https://www.youtube.com/watch?v=omuZF6oaCnw#at=128

[8] https://www.youtube.com/watch?v=pVadl4ocX0M

[9] https://www.youtube.com/watch?v=VisIHV57b40