LA PEDAGOGÍA DEL SER

No basta con preguntarse: “¿Qué planeta dejaremos a nuestros hijos?” También hay que preguntarse: “¿Qué hijos dejaremos a nuestro planeta?

15 Diciembre, 2016

 

El cambio de lógica no puede realizarse sin que revisemos de arriba abajo la educación de los niños. La que hoy prevalece está determinada e inspirada por las prioridades de la ideología mercantil y financiera y por el abandono pasivo a una clase enseñante. Cada vez conocemos mejor la importancia que revisten la concepción, la gestación y la manera de traer a un niño al mundo. Dejando a un lado la hipocresía:  eso que todo el mundo llama “educación” es una máquina de fabricar soldados de la pseudo-economía, y no a futuros seres humanos realizados, capaces de pensar, de criticar, de crear, de dominar y hacer frente a sus emociones, así como capaces de eso que llamamos espiritualidad. “Educar” puede entonces reducirse a deformar para formatear y hacer conforme. El creciente malestar en toda una juventud condenada al naufragio, desde el momento en que el sistema no puede integrarla ni hacerse cargo de ella, da fe de esta alienación. La ecuación que ha prevalecido, en particular durante la “Edad de oro del capitalismo”, según la cual cursar una carrera universitaria y ser un buen estudiante proporcionaba una cualificación que garantizaba un salario, ya no funciona en la sociedad del crecimiento ilimitado. Entonces, ¿por qué obstinarse en esta opción ya obsoleta?
En el nuevo paradigma hay que dar una dedicada prioridad al niño, desarrollando una pedagogía del ser que permita, ante todo, hacerle nacer a sí mismo, es decir, ayudarlo a revelar su personalidad única, sus talentos propios, para responder a la vocación que le inspira su propia presencia en el mundo y en la sociedad. Dotarlo de una coherencia interior que le dará el sentimiento de estar en su verdadero lugar en la diversidad del mundo. Para que este nacimiento a sí mismo se produzca realmente, es indispensable abolir este terrible clima de competición que da al niño la impresión de que el mundo es una arena, física y psíquica, que produce la angustia de fracasar en detrimento del entusiasmo de aprender.
La preponderancia que se le da al intelecto en perjuicio de la inteligencia de las manos, a las que debemos, sin embargo, nuestra evolución, es una catástrofe que nos vuelve inválidos sin que seamos conscientes de ello. Ha creado una especie de jerarquía arbitraria que ofrece a los conceptos la clave de un proceso decisivo que la experiencia tangible no puede validar.
La relación concreta con la naturaleza es igualmente indispensable, ya que es a ella a la que el niño le debe la vida a lo largo de toda su existencia. Sacar provecho de un principio vital sin conocerlo constituye una laguna monumental.
La educación debe restaurar la complementariedad de las aptitudes.  Las instituciones educativas deberían ofrecer tierra para cultivo, talleres de iniciación manual, artística… Los jardines ecológicos permitirían experimentar en forma tangible las leyes intangibles de lo vivo: la fecundidad de la tierra, su generosidad al ofrecernos los alimentos que nos permiten vivir, el misterio y la belleza de los fenómenos que rigen la inmensa complejidad de eso que llamamos ecología. La escuela debe ser igualmente el lugar privilegiado para la iniciación a la complementariedad femenino/masculino y, por supuesto, el de una educación para la sobriedad que puede ser decisiva para toda la vida. El niño, al ignorarlo todo sobre el proceso de producción de bienes que usa de forma abundante en la civilización de la sobreabundancia, así como lo que ocurre con los desechos que produce, se ve reducido a una estricta y triste función de pequeño consumidor-malgastador. No es consciente de su participación en el exceso colectivo de los pudientes y de los privilegios sin alegría, mientras que tantos otros niños viven en países en los que su día a día está hecho de frugalidad (cuando no de miseria). Paradójicamente, a menudo he observado en los ojos de estos últimos una chispa aún ardiente, como cuando la esperanza permanece viva a pesar de todo. La iniciación a la moderación es una fuente de alegría, ya que hace más accesible la satisfacción, aboliendo la frustración que produce el “cada vez más”, mantenido en permanencia por una publicidad de talante pernicioso de la que todos nuestros hijos deberían estar protegidos. Esta toma de rehenes produce niños apáticos, desilusionados y que con el “lo queremos todo y lo queremos ya” acaba con ese deseo al que la paciencia daría tanto sabor y valor. En el mismo orden de las ideas, constatamos que la industria de los juguetes participa de la injerencia del adulto en el imaginario del niño. Saturado de herramientas lúdicas dispuestas a ser consumidas, el niño se ve privado de la capacidad natural común a todos los niños de crear por sí mismos, y con una frescura incomparable, los objetos necesarios para divertirse. Esta creatividad, ennoblecida por su candor, participaría en gran medida de la sobriedad, por el hecho de que hace inútil la proliferación extravagante de objetos cuya fabricación abusa de las materias primas, a menudo derivadas del petróleo, así como de la energía, la contaminación, el reciclaje, etc. Además, solo podemos deplorar el número cada vez más exorbitante de juguetes que sirven de vehículo a símbolos perniciosos y perversos de la sociedad contemporánea. Estos instilan en las almas inocentes las toxinas de todas las infamias: la violencia, el crimen, la pornografía, etc
Es un deber urgente de los Estados y de los padres dictar estrictas reglas que protejan al niño, tan vulnerable y manipulable, de toda codicia que perjudique su integridad. No se trata de llevar a cabo esta cuestión con un moralismo o maniqueísmo de circunstancia, sino de dar a los hechos objetivos respuestas objetivas que deben ser aportadas por los adultos, responsables del devenir de las generaciones que la vida les ha confiado. No basta con preguntarse: “¿Qué planeta dejaremos a nuestros hijos?” También hay que preguntarse: “¿Qué hijos dejaremos a nuestro planeta?”.

PIERRE RABHI